Hoy pase la mañana en el parque con Sol, la perrita de mi amiga. La cuido mientras esta de viaje. El parque vacío, las miles de margaritas bajo mis pies y sus patitas, la rama masticada que lanzo y ella atrapa, el rayo del sol que comienza sentirse más intenso que la semana pasada, anunciando la llegada del verano en París.
Me senté un momento en un tronco, sin musica, sin casi pensamientos más que observar lo que había. Acaricie a sol que se acerca con su cola bailarina.
Y por primera vez en mucho tiempo, me sentí satisfecho. Me senti sano. Me senti vivo. Es gracioso, cuando escuchaba aquello de “haz cosas que te hagan sentir vivo” mi mente tendía a pensar en cosas eufóricas o extremas. Cosas como viajar, el primer beso, quizá aventarme de un paracaídas o algo así. Cosas que no suceden todos los días en teoría, aunque es gracioso porque la vida es cada día.
Noto como por la forma en que crecí, siempre entre emociones intensas, siempre entre llamas vivas, me calibre a eso. Mi sistema nervioso se ajusto a eso. Y cada vez me hacía más resistente a las llamas, cada vez necesitaba más de ellas.
Asocie sentirme vivo con intensidad, con pasión desmedida, con emociones que derriban. No sabia que la vida se podía sentir distinta, que había vida en la calma, en el silencio, en las margaritas o en una rama masticada.
Si algo agradezco del derrumbe que tuve en Octubre, es que me llevo a buscar la calma. Mi cuerpo estaba tan alterado y adolorido, mi mente estaba tan aturdida, me sentía cada día como si el mundo fuera demasiado ruidoso, demasiado brilloso, demasiado peligroso.
Fue una necesidad que se despertó en mi.
Llevaba 7 años en proceso personal y de sanación e incluso eso lo vivia desde la intensidad constante. Amaba que en terapia me “arrastraran”, amaba tener veinte cubetazos de agua fría de porque soy como soy, amaba ir a sesiones energéticas y sentir que me movían hasta el ultimo átomo del cuerpo y vomitar si era necesario.
Pero llego aquel tsunami. Me arrastró por la arena, por los corales, me lleno los pulmones de agua y me llevo a las profundidades. Cuando logre salir a tomar aire, mi cuerpo estaba herido, con raspaduras por doquier, con sangre goteando, con conchitas y corales incrustados en la piel, con el cabello enredado.
Hasta el rayo del sol me dolía. Estaba sumamente sensible. Intente salir de ese estado como estaba acostumbrado: rápido e intenso. Decenas de sesiones energéticas que borraran el trauma, masajes que despertaran mi cuerpo dormido, rituales con fuego para quemar el recuerdo y seguir andando.
Pero el dolor era tal que me caía una y otra vez. Las heridas se abrían y el alma ardía. Fue la primera vez que me acepté que necesitaba suavidad. Que en el fondo anhelaba que alguien me cargara, me untara una crema de aloe y manzanilla que calmará mis heridas y me susurraran un poema que hablará de que todo mejoraría.
Desde entonces me atreví a tocar la vida desde otro lugar. Deje de tomar cien sesiones de distintas técnicas holísticas a la semana. Deje de prender velas esperando que quemarán el dolor en una hora. Deje de presionar a mi sistema para volver a andar como si nada hubiera sucedido.
Me detuve, en un silencio incomodo, pero sanador.
Hoy puedo decir que el silencio es el hogar de Dios. Quizá por eso los sabios siguen al silencio. Lo buscan. Lo habitan.
En la calma, en la suavidad, en el silencio, pude sanar. Pude desinfectar las heridas, sacar las piedras adheridas, desenredar mi pelo y respirar hondo. Piedra por piedra, mechón por mechón, herida por herida. Con delicadeza, con manos suaves y gentiles, como si fuera lo más frágil y preciado de este mundo.
Me entregue al pulso de mi cuerpo y de mi ser. Deje que se formaran las costras y poco a poco, se desprendieran, evidenciando una piel nueva, sensible, frágil, pero nueva al final.
Regresé de entre los muertos. No por la gracia de la fuerza, sino por dejarme sostener por lo suave de la vida.
Ahora cumplo un mes viviendo en Europa, y estoy asentado en París, y estoy sintiendo una satisfacción nueva. Y no, no viene del decir “estoy en París miren que increíble”. Viene de que estoy de nuevo participando en la vida.
Durante mi proceso post-tsunami, como te dije, hice de todo para sentirme mejor. Terapias en plural, me suplemente con adaptogenos de todos tipos, fui a masajes especiales, hice tappings como si me pagaran por ello, fui al gym, a yoga, a los cuencos y a todo lo que se me cruzará.
Y si bien todo fue sumando, porque ningun paso que damos en nombre de la sanación es en vano, algo faltaba.
Y era la vida. Me faltaba vida.
Tengo unas semanas en París y estoy viviendo de nuevo. No estoy visitando mi pasado ni idealizando el futuro. Estoy acá, con mi piel sin costras y rosita, sintiendo todo lo que el proceso me trajo. Estoy habitando días cotidianos que hace mucho no los tenía: cocinarme, ir a caminar, comprar café y pan au chocolat enfrente, ver una serie, jugar jenga por la noche con mi amiga o leer en el sol. Cosas que hace rato no hacía por estar buscando formas de “sentirme mejor”
Que ironia: perderse de la vida por estar buscando formas de “mejorar” la vida.
Y habitando días no tan comunes: ir al museo y hablar con Monet en mi mente, comer frente a la torre Eiffel y pagar 50 euros por una pizza y un trago y en mi mente jugar a ser millonario, tomarme uno, dos o tres tragos en la discoteca y bailar al ritmo de Rihanna. Volver a abrir mi corazón a una nueva amiga y bajar mis defensas. Recordarme que no todas las rosas espinan. Ponerme el reto de escribir 100 poemas, uno por día. Escribir por fin mi novela.
retarme de a pocos: hoy hice ejercicio de pesas y fuerza por primera vez en meses. Aprender un par de palabras en francés y decirlas en la panadería aunque quizá las diga mal. Tomar el metro y confiar en mi cerebro despistado.
Es mi agrado informar que quizás he roto el código: no nos hacen falta 50 ceremonias, ni 20 suplementos más, ni sacarte la numerología exótica ni una rutina de mañana de tres horas. No hay ningún secreto que no hemos encontrado de como “vivir bien”.
Hace falta vida, presencia, conexión, suavidad, a veces intensidad. Hace falta salir y atravesar la vida.
— Abner